jueves, 28 de julio de 2011

Querido Negro Fontanarrosa

 La semana pasada, el 19 de Julio, se cuemplieron cuatro años de la muerte de Roberto Fontanarrosa... ¿Que te voy a contar? Nada, solo transcribir uno de sus cuentos:


               ¿QUÉ QUIERES TÚ DE MI?

Anoche estuvo bien. O estuvo divertido, que es más o menos lo mismo. Lo que pasa es
que la idea de Cary era buena. Abrir un boliche para nosotros, para los tipos que andamos
rondando los cuarenta o más de cuarenta si me apuran. Un boliche donde uno pueda tomarse
una copa con los amigos y escuchar algo de música sin que la música te haga mierda los oídos
como en los boliches para los pendejos. O que, llegado el caso, se pueda bailar un poco, algo
tranquilo, como para mayores. No sé si boleros, pero algo así. Uno ya no está para el
breakdance, por ejemplo, o alguno de esos otros ritmos en los que hay que girar sobre la
cabeza, patas arribas en medio de la pista. Y anoche estuvo bien. Por lo que me acuerdo,
estuvo bien. Digo por lo que me acuerdo porque a veces, cuando uno se toma unos copetines,
o más que nada, mezcla bebidas, ya entra en un territorio donde la memoria se pone difusa,
es como si esa misma bebida se hubiese caído sobre el papel donde están anotadas las cosas
que pasaron y hubiera borroneado todas las letras. En verdad, hay partes que no recuerdo.
Tipos que dicen haberme visto y yo no recuerdo haberlos encontrado. Gente que jura haberme
dicho cosas de las cuales yo no registré un carajo. Me acuerdo de Marisa, del Cary, por
supuesto, de Ricardo, de toda la banda de El Cairo, pero no mucho más. Y no es que yo esté
en la del Tubo. El Tubo se pone en pedo y al día siguiente aparece diciendo que no se acuerda
de nada. Dice no acordarse de dónde estuvo, ni con quién estuvo ni qué hizo. Pero claro, el
Tubo se chupa y se pone a bailar arriba de una mesa y hace cagar todos los vasos, por
ejemplo. O le toca el culo a tu mujer, sin ir más lejos. Le agarra una teta a la esposa del
intendente, en una de ésas. Y al día siguiente te jura que no se acuerda de nada. Claro, le
conviene no acordarse porque si la va de lúcido lo cagan a trompadas. Yo no le creo un carajo
al Tubo. Pienso que es borracho pero no boludo y se hace el olvidadizo para zafar de la
situación. Lo mío no es para tanto. Me olvido de algunas cosas, de algunas caras, pero me
acuerdo siempre de pagar, por ejemplo, si ése es el punto. La cagada es que antes me fui a
cenar, entonces ahí acumulé unos vinos, blanco para colmo, y después se me mezcló con el
champú que me tomé en lo de Cary. Y mezclar es lo peor. Debí haber seguido con el vino
blanco en lo de Cary. Pero como era la inauguración había champú a rolete y la cosa me tentó,
eso es humano. Me cayó para la mierda porque por ahí se mezcló algún whisky, no lo niego.
Pero en la oscuridad uno no puede andar fijándose en esas cosas. Por suerte no se me ocurrió
irme a dormir después de la cena. Habíamos ido a comer con el Peruca y a los dos, porque la
verdad es que a los dos, nos pasó lo mismo. Nos agarró una especie de modorra. Máxime que
entre la hora en que terminamos de comer y la hora en que la cosa podía empezar a ponerse
bien en lo de Cary —digamos las dos, dos y media de la mañana—, todavía quedaba un rato
largo y tuvimos que estirar muchísimo la sobremesa. Tanto es así que el Peruca se piró a la
mierda. Pero yo me quedé. Se acercó a charlar Ricardo y, café va café viene, se me hizo más o
menos la hora de rajarme para el boliche. A mí me entusiasmaba el tema de Marisa, por
supuesto. Porque eso es lo bueno de un lugar como el de Cary. Una cosa es charlar un rato
con una mina como Marisa en El Cairo, y otra tener el rebusque de poder chamuyar más
tranquilito, más reposado, en un lugar con menos luces, con más ambiente de joda, con buena
música detrás, como me habían dicho que iba a ser el boliche del Cary. Y yo sabía que Marisa
iba a ir, porque todo el grupo de la flaca Dora ya me había anunciado en El Cairo que iban a ir
para la inauguración del Cary. Y el punto era ése: un sitio donde poder hablar un rato mejilla a
mejilla. Nosotros pertenecemos a la generación del verso, de eso no hay duda. A la aguerrida
generación del chamuyo. Somos de la etapa oral, no de la etapa anal. Hoy por hoy estamos en
la etapa anal. Para triunfar hay que tener, más que nada, un buen culo. ¡Incluso los tipos!
¿Cómo puede ser? Tiempo atrás, sincerándonos con el grupo de la Flaca, les pregunté cuáles
eran las cosas de los hombres en que más se fijan las mujeres ¡Y casi todas contestaron que
en el culo! Eso no pasaba en mis tiempos. A las minas les cagó la cabeza toda esa televisión
verdad donde muestran a esos negros brasileños bailando en carnaval, semi en bolas. Y los
negros tienen esos culos parados, vibrantes, prominentes. Y ya ellas suponen que todo el
mundo tiene que ser así. ¡Y uno que se la ha pasado cultivando la modulación exacta de la voz
y el ángulo más convincente de la mirada! ¡Cultivando el espíritu con los poemas de Pablo
Neruda! Pero Marisa es de las mías. Al menos así me lo demostró en las conversaciones
preliminares en El Cairo. Mina preocupada por el intelecto, que se fija en los ojos, en las
manos, en el patrimonio cultural de su interlocutor. Pero que de cualquier forma necesitaba un
golpe de horno. Necesitaba del hábitat correspondiente. Necesitaba del lugar para el
machuque —como decía el Indio— donde uno pueda hacer un poco de manito, rozar un brazo,
presionar con una rodilla, hasta que llegue la ayuda indispensable de Altemar Dutra. Y eso
quería ser el boliche del Cary. Aunque se hacía medio el pendejo con el asunto de largar la
diversión a las dos de la matina. Casi que me voy a dormir y pongo el despertador para salir
de nuevo. Pero la sobremesa larga con el Ricardo en el Dory me permitió seguir de largo y
arrancar para lo de Cary a la hora exacta. Cuando llegué ya era un quilombo. Pese a la gente,
pese al despelote, pese a que la luz no era la mejor para mis ojos ya cansados y vencidos por
la presbicia, pude advertir que el boliche aún conservaba vestigios de lo que había sido antes:
un lugar para pendejos. Fundamentalmente —aparte de algunas luces de neón celeste o rosa,
o algún efecto estroboscópico— lo que quedaba de pasados horrores era la cabina del
discjockey, una especie de burbuja de cristal, casi pegada al techo, medio suspendida sobre
las cabezas de todos nosotros y a la cual se accedía a través de una suerte de puentecito
metálico que iba a unirse a otros corredores sobreelevados y que corrían, altos y adosados a
las paredes, como si fueran pasarelas de alguna vieja fábrica o industria. Y también tuve la
inquietante impresión cuando bajaba las escaleras hacia el amplio sótano de que no solo había
quedado aquella burbuja vidriada del discjockey, sino que también había quedado el
discjockey. Al menos, me recibió una estruendosa música de rock pesado o alguna de esas
otras porquerías y no el esperado bálsamo de James Taylor o Carole King, como yo suponía.
Pensé que era más que nada una música introductoria y me aboqué a localizar a los
muchachos (ya estaban Pedro, el Zorro y el Colo, bastante pasadito) antes de ponerme a
rastrear a Marisa, cosa de no parecer demasiado desesperado. Después sí, pegué una
trabajosa vuelta por el boliche buscándola. No era fácil entre la multitud y con la luz escasa,
pero la encontré, por supuesto, junto al grupo de la Dora, todas amontonadas en un rincón, en
unos sillones sobre los cuales se habían hecho fuertes, explotando la ventaja de llegar
temprano. Y ya estaban hinchando las pelotas con salir a bailar. Es increíble cómo les gusta
bailar a las mujeres. Y bailar por el solo hecho de bailar. Son capaces de salir a la pista a bailar
solas o de bailar entre ellas si se da el caso. Yo siempre he entendido el baile en función de
atraque, y creo que el 95 por ciento de los hombres piensa lo mismo. Si no hay un proyecto de
seducción no tiene sentido. Hay que entender que no somos cubanos, panameños o
colombianos. Esos tipos escuchan el ruido de una licuadora y ya se menean. Están sentados a
una mesa, oyen música y empiezan a zarandearse. No es mi caso, me apresuro a dejarlo bien
claro. Y es lo que tuve que tratar de hacerle entender a la Dora que insistía, ahí mismo en
arrastrarme para la pista. Y estoy seguro de que en la actitud de la Dora no había ningún tipo
de calentura especial —ella se la tiene jurada al Narigón— sino que simplemente tenía ganas
de bailar. Yo traté de explicarle que no, que después, que estaba esperando la música lenta, la
melódica. Que estaba ansioso aguardando a los Bee Gees y, por supuesto, ella no me entendió
un sorete por el quilombo que armaba esa misma música puta que seguía poniendo el guacho
del discjockey al que seguramente no le habían explicado cómo venía la mano. Además yo me
estaba reservando para Marisa, a la que ya había visto, a la que ya le había dado un beso —en
la mejilla— y a la que le había prometido volver un momentito después para estar juntos.
Pienso que ella no me había entendido un carajo bajo el estruendo del hard rock porque
fruncía la cara como si le estuviese dando el sol de lleno en los ojos. Pero había entre los dos,
aun inmersos en ese tumulto, una energía poderosa y promisoria que nos decía al oído que la
de anoche era nuestra noche. Le grité que volvería por ella apenas apareciera Altemar Dutra y
su inestimable colaboración. Tal vez cuando Altemar se preguntara aquello de "¿Qué quieres tú
de mí?" yo podría darle a Marisa un par de explicaciones convincentes. Cuando me iba para la
barra para buscar dos tragos (atento, le había preguntado a Marisa qué quería tomar) me
choqué con el Cary que venía medio exaltado porque se había peleado con un mozo. A los
gritos le pregunté por el asunto de la música. "Es para que no se me duerman algunos
veteranos" me contestó, recuperando su humor. Pero después me explicó que, tal como yo
temía, el discjockey había quedado del boliche anterior dado que él no había tenido tiempo de
buscar uno nuevo. "Pero ahora subo y le digo" me tranquilizó. "Yo no te digo que ponga a Los
Plateros —le grité al oído— pero si quiere, que ponga algo mucho más moderno, pero
melódico, como Joe Cocker". Me solicitó calma con la mano, señalándome luego hacia arriba.
"Ahora voy, ahora voy" me repitió, cómplice. Sin embargo, media hora después, ya estando yo
instalado al lado de Marisa (que me había concedido un extremo altamente erótico de su
propio sillón) tratando de chamuyar algo entendible, el hijo de puta del discjockey seguía en la
suya, inclemente. Ahora se le había dado con algo que debía ser de los Guns'n Roses o de
alguno de esos otros grupos que uno no sabe cómo se llaman pero que escucharlos es peor
que agarrarse los huevos con una morsa. Ya muchos de los muchachos miraban para arriba y
señalaban hacia lo alto con cierta efervescencia. Entonces vi, aliviado, cómo la figura alta y
desgarbada del Cary transitaba por los altos corredores metálicos dirigiéndose hacia la
translúcida cápsula donde estaba la consola. A través de los vidrios lo vi dar un par de órdenes
al flaco que se adivinaba adentro. Vi cómo el flaco (enormes auriculares, ruliento y algo
narigón) aprobaba con la cabeza. Después Cary volvió a salir por el puentecito metálico.
Entonces pasó algo inquietante: tras Cary se asomó un poco el flaco y de un tirón enérgico a
las baranditas, elevó una sección del puentecito (que se rebatía hacia la cabina) y dejó aislada
su consola del resto del mundo. Luego volvió a refugiarse adentro como diciendo "A mí no me
rompan las pelotas". Y dos minutos después, la amenaza se cumplía. Metió unos encadenados
de música heavy que te partían el balero. Hasta creo que aumentó el volumen de los
parlantes. Fue casi media hora de tortura, de una música espesa, martilleante, que te afectaba
desde la base de la nuca y amenazaba con hacerte saltar sangre por la nariz. Todos
mirábamos hacia arriba como si estuviéramos esperando una lluvia de centellas
incandescentes. Sobre las tres y media ya la situación era insostenible. Yo no había logrado
transmitirle a Marisa ni el más mínimo de mis bajos sentimientos y habíamos optado por un
mutismo catatónico donde mirábamos a los demás o seguíamos con la mirada los efectos de
luces. Hasta que acertó a pasar de nuevo el Cary y la Turca se paró para putearlo. Cary se
encogió de hombros, molesto y meneó la cabeza como quien no sabe qué pasa. Miró hacia
arriba y empezó a hacer gestos hacia las tinieblas del techo, hacia la azulada luz interior de la
cabina. Yo y varios más también nos paramos a mirar hacia lo alto. Detrás de la consola se
recortaba la silueta del discjockey con sus inmensos auriculares, como un insecto. Parecía el
piloto de un helicóptero suspendido sobre el boliche, estudiándonos como si fuéramos una
especie o subraza desconocida. O bien lucía como el conductor de un pequeño plato volador
que se hubiese estacionado allí, elevado, con sus extrañas luces multicolores y los reflejos
caprichosos que se quebraban en los ángulos metálicos de la construcción ahora aislada al
elevarse el puentecito. Nunca podré entender por qué el arquitecto había provisto a la cabina
de música de aquella posibilidad de cortar todo contacto con el resto de la humanidad, pero lo
cierto es que ya no había posibilidad alguna de que Cary o algún otro exaltado se llegase hasta
allí y lo cagara bien a patadas a ese mocoso hijo de mil putas. Sin duda el pibe se dio cuenta
de nuestra expectativa y nuestro enojo. Impertérrito, largó con una nueva tanda de esa
música espantosa, tal vez la misma con la que los norteamericanos arrancaron a Noriega de su
escondrijo. Y eso ya fue demasiado. Cary giró sobre sí mismo como buscando algo para tirarle
intentando atraer su atención, aunque nosotros estábamos seguros de que el flaco nos estaba
mirando. Incluso algunos pocos insensatos que se balanceaban mecánicamente en la pista,
detuvieron sus ondulaciones y comenzaron a mirar también hacia la cabina, espantados ante la
actitud desafiante del muchacho. Cary, luego de empujar aparatosamente a los que se
hallaban a su alrededor, desistió de encontrar algún proyectil apropiado y sacó a relucir su
propio encendedor para luego arrojarlo contra lo alto. Todos vimos cómo el encendedor
sacudió los vidrios frente mismo a los ojos del discjockey, pero éste no se inmutó. Ahora nos
estremecía con restallantes temas de Metallica según el informe especializado de otro
concurrente, bastante más pendejo que nosotros, quien —pese a su condición de infiltrado—
también abrazaba nuestra causa. Ya la guerra estaba declarada. La música diabólica alcanzaba
volúmenes nunca registrados por el oído humano. Ya nadie (y éramos cientos) hacía otra cosa
que mirar hacia arriba y putear a ese mocoso irreverente. Sólo debajo mismo de la consola,
sobre la pista de baile y desde donde no podía advertirse el bulto oscuro del discjockey, había
quedado un claro no cubierto por la gente. Todos trataban de verlo entre las tinieblas y las
trazadoras de los focos; todos trataban de gritarle, de pedirle, de rogarle, de exigirle, que la
cortara con esa música. Alguien llegó a insinuar que Cary no lo había provisto de la música
adecuada. "¡Si yo le traje todo lo de Carpenter!" juraba Cary, a modo de ejemplo, tratando de
deslindar responsabilidades y casi al borde de un ataque de nervios. Alguien tenía que hacer
algo y el Colo, ya muy en pedo a esa altura de la noche, fue quien lo hizo. "Permiso" solicitó,
apartando a quienes lo circundaban, y lanzó, como un balazo, una botella de champán vacía
hacia la burbuja vidriada. Sobre el escándalo de la música sonó el estampido de los vidrios
rotos y hubo un griterío triunfal entre nosotros. Pero el de arriba no se arredró, parecía tener
ojos solamente para el girar de sus bandejas maléficas. Sin embargo, el certero botellazo del
Colorado había abierto una brecha importante en el reducto del discjockey y nos sentimos
alentados a comenzar a arrojarle todo tipo de cosas, desde ceniceros hasta restos de
sandwiches que quedaban en las mesitas ratonas. El boliche se convirtió en un pandemónium
y se veían rebotar en los cristales de la consola cucharitas y cubos de hielo que cortaban el
aire en elipses brillantes y diríamos, bellas. De pronto, como un resorte, el discjockey se puso
de pie, se asomó por su ventanal destrozado y arrojó algo hacia nosotros. Cortó el aire un
óvalo negro a la velocidad del rayo y vi caer a una mujer (que no era Marisa) con la frente
sangrante. "¡Un disco! —gritó alguien— ¡Tiró con un disco!" Y no sería el único. Pronto arrojó,
en estremecedora seguidilla, unos diez más, que dibujaron en el espacio líneas filosas. "¡Al
suelo, al suelo!" grité, realmente asustado, como quien anuncia que ha comenzado la orgía. No
todos me hicieron caso, pero los que aceptaron la sugerencia zambulléndose sobre la pista,
armaron un montón informe de cuerpos y extremidades que aumentaba el caos
considerablemente. "¡Son los de Rosamel Araya!" documentó alguien, desde abajo de la pila
humana." ¡Son los que trajo Cary!" chilló otra mina, aún parada pese a que se cubría la cabeza
y le corría un hilo de sangre por detrás de la oreja. El riesgo de morir degollado por esa lluvia
de discos criminales era considerablemente alto y comprendí, quizás con el coraje que brinda
el alcohol, que había que hacer algo ya que el combate entre los de abajo y aquel maligno
discjockey de las alturas casi llevaba 20 minutos. Mientras me ponía de pie, decidido, escuché
al Ruso decir algo sobre Masada, que no entendí bien del todo. Pasé sobre varios que todavía
permanecían cuerpo a tierra y alcancé una botella de whisky que había quedado sobre una de
las mesitas. Por suerte, estaba casi llena. Le arranqué con los dientes la tapa plástica. Luego
me arrodillé para concentrarme en mi labor y evitar los long-play que seguían surcando el aire
como alfanjes. Entonces saque mi pañuelo y lo sumergí hecho un bollo dentro de un vaso alto
que estaba medio lleno de un líquido translúcido que supuse gin-tonic. Introduje una de las
puntas del pañuelo en la botella de whisky hasta que alcanzara el líquido que aún contenía.
"¡Otro pañuelo, otro pañuelo!" pedí a los gritos a una despavorida mujer que a mi lado,
contemplaba mi frenética conducta sin saber que estaba viendo en acción, a quien fuera el
mayor experto en bombas Molotov en aquellos tiempos de los quilombos estudiantiles.
Deseosa de cooperar la mujer me alcanzó su pañuelo. Yo lo apretujé, lo hice un guiñapo y con
él obturé el pico de la botella dejando salir el otro extremo de mi pañuelo, embebido en
alcohol, unos centímetros hacia afuera. Me puse de pie al grito de "¡Fuego! ¿Quién tiene
fuego?". A pesar de que el combate contra la burbuja vidriada de la consola continuaba con
una virulencia notable, a pesar de que el guacho del discjockey nos castigaba entonces con lo
más despiadado del rock duro, a pesar de que los discos del Cary seguían cortando el espacio
como letales rodajas mutiladoras, hubo varios exaltados que me acercaron fuego. Con mano
temblorosa encendí la improvisada mecha. "¡Háganse a un lado!" vociferé "¡Háganse a un
lado!". Sin duda el épico espectáculo de mi figura desmelenada con la botella llameante en la
mano logró el milagro. Se abrió la multitud a mi paso permitiéndome llegar hasta bien abajo
de la cabina. Apunté hacia los vidrios rotos por el anterior botellazo temeroso de que mi
Molotov rebotara en los cristales sanos y volviese a caer sobre nosotros como una bomba. Y
allá fue mi obra, entrando limpita por la rotura y perdiéndose en la negrura interior de la
cabina. Todos siguieron el reguero de chispas con que dibujó su trayectoria y por último
estallaron en un alarido de júbilo cuando la Molotov encontró su destino. Hubo apenas un
momento de tensa espera. Luego, una explosión impresionante conmovió el boliche. Los
vidrios de la burbuja —y eran muchos— reventaron hacia los costados y cayeron sobre
nosotros como una lluvia. Una inmensa voluta de fuego amarillento, como una flor del mal,
creció (igual que en las películas) abrazando la consola para reducirse luego a llamas dispersas
y rojizas tras resbalar por el techo. Pese a todo (y eso parecía una burla del destino) no cesó la
música. Pero entonces ocurrió algo estremecedor. Vimos la figura del discjockey que se ponía
de pie, envuelta en fuego. Dio unos pasos vacilantes hacia el abismo y se abatió sobre
nosotros destruyendo los pocos cristales que quedaban, convertido en una tea humana y ante
nuestros alaridos de pavor y alegría. Cayó muy cerca mío, casi en el centro de la pista y como
si hubiese sido cosa de magia, al mismo tiempo que su cuerpo llameante se estrellaba contra
el piso, cesó la música, obediente. Hubo aplausos, saltos de festejo, algarabía y una
inenarrable sensación de paz, de tranquilidad, ante la ausencia del sonido. Ahora podíamos
oírnos, podíamos trasmitir nuestras sensaciones, podíamos comunicarnos. Para mejor, la
explosión con su onda expansiva había devuelto el puente levadizo a su posición original, de
un solo golpe. Por él fue entonces Cary a grandes zancadas, a investigar cómo había quedado
la consola luego del estallido. En verdad, desde abajo ya casi no podía apreciarse fuego y solo
se veía un humo espeso y blanquecino saliendo de la burbuja. En la pista nadie prestó
demasiada atención al cuerpo del discjockey, que aún humeaba. Alguien, creo que Chelo, le
arrojó un vaso de naranjada, pero no hubo ningún otro atisbo de ayuda, agresividad o encono.
Y de pronto, la maravilla, lo inesperado y celestial: la música del bolero invadió el boliche. Un
"Ahhh" de extasiada satisfacción nos atravesó de lado a lado cuando Altemar Dutra volvió a
preguntarse aquello de "¿Qué quieres tú de mí, por qué estás junto a mí, si todo está perdido,
amor?". Busqué a Marisa con los ojos... y me estaba mirando. Nos enlazamos en un abrazo
cadencioso y oscilamos lentamente, con cuidado, para no tropezar con el cuerpo del
discjockey, que exhalaba un perfume de sahumerio. Pronto las parejas cubrieron la pista y
todo fue como era entonces. Después... después el recuerdo se me hace un poco confuso, me
olvido de ciertas partes, confundo nombres, tergiverso sensaciones, cómo siempre me pasa cuándo mezclo bebidas. 



                                                          

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